13 de abril de 2016

Historia de un beso (una historia americana)

Alfred Eisenstaedt. V-Day/The Kiss. Publicada en la revista Life
 
Seguramente, los nombres de Edith Shain y Glenn Edward McDuffie no les digan gran cosa a la mayoría de la gente. Sin embargo, es más que probable que, quién más, quién menos,  todo el mundo haya visto alguna vez la foto que encabeza este texto: una de las imágenes icónicas del siglo XX que sintetiza el espíritu vitalista de una joie de vivre recuperada con el final oficial de la Segunda Guerra Mundial.

Como habréis adivinado, los nombres mencionados corresponden a los protagonistas del beso, se supone que espontáneo, entre un marinero y una enfermera, en Times Square en agosto de 1945. La foto se hizo poco después del anuncio de la rendición del Japón debido al ataque nuclear ordenado por el presidente Truman, que ocasionó 140.000 muertos en Hiroshina y 80.000 en Nagasaki. La vida es así: la desgracia de unos es el reverso de la alegría de otros. Aquel 14 de agosto de 1945, el mundo continuaba girando con la indiferencia habitual, sin pararse por nada ni por nadie.

Pero vayamos por partes, porque la fotografía que nos ocupa tiene su miga. En realidad, no solo hay una fotografía, sino cinco. La primera que se publicó en la revista Life fue la segunda de la serie de cuatro que disparó el fotógrafo Alfred Eisendtaedt con su cámara Leica. Pero es que además hay otra foto: la del fotoperiodista Victor Jorgensen, que salió al día siguiente en The New York Times con el título Kissing the War Goodbye.
Victor Jorgensen. Kissing the War Goodbye. Publicada en el New York Times

Como empleado del Gobierno Federal, Jorgensen no tenía los derechos de imagen de la foto, que al estar tomada desde más cerca, se diferencia de la de Eisensdaet porque deja los pies de los protagonistas fuera de campo. Pese a que, según los expertos, la imagen de Eisenstaedt es de mayor calidad artística, en la de Jorgensen se aprecian mejor algunos detalles que ubican y contextualizan la escena: la visión lateral del Chemical Bank and Trust Building y los toldos de la Walgreens Pharmacy en la fachada del mismo edificio.

Secuencia de las cuatro fotos de Alfred Eisenstaedt. La famosa, publicada por Life, es la segunda (inferior, izquierda)

Alguna vez se ha puesto en duda la espontaneidad de este beso tan fugaz como oportuno, y se ha especulado con la posibilidad de que la escena se hubiera preparado de antemano. No sería ni la primera ni la última vez que se orquesta un montaje para ilustrar de forma impactante cualquier información susceptible de calar en el público, por lo que yo no pondría la mano en el fuego por defender la tesis del azar y de la pericia del fotógrafo a la hora de captar el momento. Sin embargo, la existencia de la fotografía de Jorgensen me inclina a pensar que, después de todo, tal vez la romántica estampa sí fue fruto de la casualidad. Lo más probable es que no lo averigüemos nunca.

En 1945 las cosas no eran como ahora, y a pesar de que la sombra de Hollywood era ya muy alargada e incontables las almas que se desplazaban hasta allí para hacerse un nombre, aun era posible permanecer en un cierto anonimato. En aquel momento, Eisenstaedt no se interesó por la identidad de su pareja de modelos improvisados, y dado que no se les veía la cara, era difícil reconocer a las dos personas que se besaban con tanta pasión. Hasta que en 1980, coincidiendo con el 35º aniversario de la foto, la revista Life quiso saber cuál era su intrahistoria y conocer, por fin, los nombres y rostros de los dos retratados. Entonces se presentaron unos cuantos candidatos, hombres y mujeres,  reclamando todos ellos el protagonismo. Hay que pensar que el asunto era goloso, no solo desde el punto de vista económico, sino que también tenían un papel importante el reconocimiento social y la fuerza del ego, cuestiones nada despreciables que dicen mucho  de hacia dónde se encamina la sociedad contemporánea.

De entre las mujeres, en seguida quedó claro que la auténtica enfermera de la foto era Edith Shain, en ese momento, ya una respetable dama que, poco antes, en 1979, le había escrito una carta a Eisendstaedt asegurándole que ella era aquella chica de dieciocho años que salió a celebrar el fin de la contienda y se dejó besar por un desconocido, llevados ambos por la euforia del momento. Edith recalcó que lo que provocó esa situación fue un impulso y que, por otro lado, como buena americana, no hubiera sido correcto negarse a complacer a un héroe de guerra que, muy posiblemente, había contribuido a salvarle la vida.

La identificación del marinero resultó bastante más ardua porque fueron tantos los hombres que se disputaban el honor de haber formado parte de un icono del siglo XX, que por más tinta que corriera sobre el asunto y por más programas televisivos donde se les entrevistara a todos, no se sacaba nada en claro. En 2007, Glenn Edward McDuffie, uno de los aspirantes a quien ni siquiera se mencionaba en el artículo de Life de 1980, contó con la ayuda del departamento de medicina forense de la policía de Houston para demostrar que el marinero de la foto era él. El 9 de marzo de 2014, McDuffie moría a los 86 años, motivo por el que la prensa volvió a sacar el asunto de la foto y la historia de sus protagonistas (Edith Shain, después de haber participado en unas cuantas efemérides para conmemorar el final de la guerra, había muerto en 2010).

Vanitas vanitatis. Nadie como los norteamericanos para poner en funcionamiento el engranaje del marketing y arañar los preceptivos quince minutos de fama. Es el placer que proporciona la gloria efímera de sentirse parte de algo importante, aunque sea de refilón. La satisfacción de saberse personaje principal de un instante mítico y congelado para siempre en unas coordenadas concretas de espacio-tiempo que ya pertenecen a la memoria colectiva. El gesto improvisado y fugaz que exuda carnalidad, se ha convertido en símbolo de toda una época. Carpe diem. Tempus fugit.

Unconditional Surrender, una de les réplicas de la fotografía de Eisennstaedt, hecha por el escultor John Seward Johnson Jr.


Artículo original en catalán, publicado en el blog Des de la meva riba  en marzo de 2014.




5 de abril de 2016

Barton Fink y el síndrome de la página en blanco




Síndrome de la página -o de la pantalla- en blanco y calor asfixiante. Una combinación demoledora que invita a la pereza y a dejar la mente en blanco, aunque solo sea para que haga juego con el blanco impoluto de la pantalla -o de la página-.

Lo que son las asociaciones de ideas: de repente, me viene a la cabeza aquel atribulado Barton Fink de los hermanos Coen (trasunto del escritor Clifford Odets), sentado frente a su máquina de escribir y con la mirada perdida entre las aspas del ventilador. Un dramaturgo metido a guionista que contempla asombrado cómo, por el efecto del calor, se va despegando el papel de la pared de su cuarto en el desvencijado hotel Earle, donde se ha recluido para escribir un guion que se le resiste.

La canícula es una mala época para la creación porque cuesta concentrarse y uno tiende a distraerse y a dispersarse, especialmente si  hay que aguantar con toda la estoicidad posible, como le sucede al bueno de Barton, las acometidas de los mosquitos y las visitas intempestivas de un extraño vecino de habitación, interpretado por el grandísimo (en todos lo sentidos) John Goodman.

 
Barton Fink y el calor, Barton Fink y la página en blanco, Barton Fink y la maldita mente, que también se empeña en continuar en blanco. La representación del infierno en el mísero cuarto de un hotel de tercera en aquel Hollywood de estrellas rutilantes, directivos mafiosos y guionistas ninguneados que se enfrentan a su suerte aliándose con la botella de whisky. Un infierno disfrazado de fuego purificador que acabará reduciendo a cenizas el hotel-cárcel de nuestro guionista, cuyo bloqueo creativo esconde un estado de ataraxia similar al que afectaba al Andrés Hurtado de El árbol de la ciencia, la novela de Baroja. El personaje barojiano del joven médico que solo creía en el poder de la ciencia, como cree Fink en el de la palabra escrita, se convierte en un vencido a quien la vida -como a Fink- acaba derrotando.

Nuestro protagonista, un autor teatral de éxito en los circuitos más elitistas de Nueva York, pasará a ser una víctima más de los estudios cinematográficos, aquellas fábricas de sueños que  fabricaban películas como quien fabrica churros  –o hot dogs, por situarnos mejor en la cultura americana y, de paso, en la cuestión de las altas temperaturas-.

Una vez metido de lleno en el engranaje hollywoodiense, el guionista novel padecerá el menosprecio de los capitostes de la industria. Al tiempo, un calor asfixiante adormecerá sus sentidos y lo situará en una permanente confusión entre realidad y ficción, entre sueño y vigilia. Se sumergirá en un estado de desolación que lo conducirá a una crisis existencial y creativa, enmarcada en los límites de un lugar claustrofóbico que se erigirá en uno más de los personajes de la película: el hotel Earle. Una reelaboración de otros espacios ominosos que nos ha regalado el cine como personificación de los fantasmas que persiguen a sus habitantes: el Motel Bates de  Psicosis, el Hotel Overlook de El resplandor o los edificios de La semilla del diablo y El quimérico inquilino.
 
Hnos. Coen. Barton Fink, 1991
Roman Polanski. El quimérico inquilino, 1976
Stanley Kubrick. El resplandor, 1980

La película de los Coen transcurre en diversos escenarios, pero es en la soledad de la habitación donde el guionista sufre su particular bloqueo creativo y donde tienen lugar sus encuentros con el imponente Charlie Meadows (John Goodman). En realidad, ambos personajes, pese a representar personalidades a priori totalmente distintas, son el ejemplo palpable de que nada es lo que parece, pues los matices acaban diluyendo las categorías absolutas.

Muchos de los planos en los que aparece el personaje de Barton tienen que ver con el agua: el cuadro que decora su habitación, con la figura de una chica sentada de espaldas contemplando el mar (representación que más adelante se materializará), o la ola que, a través de un fundido, nos traslada al vestíbulo del hotel justo cuando llega el protagonista para instalarse. Charlie, en cambio, está siempre relacionado con el fuego: no hay más que recordar las escenas finales de la película con el hotel ardiendo, mientras el personaje grita enloquecido y transformado en una especie de aparición demoníaca en medio de las llamas.

La oposición de estos dos elementos como recurso para carecterizar a los personajes, refuerza también la idea de su pertenencia a mundos distintos. Aun así, ambos tienen bastante más en común de lo que cabría esperar, pues la línea que separa sus respectivas circunstancias dentro de los angostos límites de una habitación de hotel en el caluroso verano de 1941 se va tornando considerablemente más fina. Algo parecido sucedía en la película Extraños en un tren, de Hitchcock: otro ejemplo de dos desconocidos a quienes el azar reúne en un mismo espacio. Como Barton y Charlie, también los Guy y Bruno hitchcockianos son, a grandes rasgos, polos opuestos que se atraen hasta conformar un totum revolutum en el que las fronteras de la alteridad quedan desdibujadas.
 

 
Para empezar, Barton Fink es un dramaturgo con ciertas ínfulas, una especie de Arthur Miller que aspira a retratar en sus obras al típico hombre de la calle. Justamente lo que representa el violento e ígneo Charlie Meadows que, para más inri, se dedica a la venta de seguros contra incendios.

A priori, los dos hombres están condenados a no entenderse, pues sus experiencias son distintas, como lo son también sus formas de expresión, sus procedencias y sus visiones del mundo. Pero además del esbozo de una relación homoerótica apenas sugerida (un desafío irónico y atemporal de los Coen a las rígidas leyes del código Hays, que exigían que en los planos de una pareja en la cama, uno de los dos debía mantener los pies en el suelo), en seguida vemos que cada uno de ellos encuentra en el otro algo de lo que él mismo carece. Una búsqueda de la complementariedad, una forma de cerrar el círculo del yin y el yang.

De este modo, la condena que significa para Fink tener que escribir un guion “a la manera de las películas de lucha libre de Wallace Beery”, es un sueño irrealizable para Charlie, que no entiende que escribir sobre algo así pueda considerarse un trabajo. En cambio, el joven guionista se siente fascinado por este americano medio al que acaba de conocer y que constituiría una fuente de inspiración literaria de no ser por las restricciones argumentales impuestas por los estudios. 


La frustración, y con ella el síndrome de la hoja en blanco, sigue haciendo mella en Barton Fink. Pero esta sensación es ya un lugar común en el mundillo de los guionistas de Hollywood. Recordemos, por ejemplo, las precarias condiciones de trabajo a las que este gremio se ve sometido en otra de las muchas películas de cine dentro del cine: Sunset Boulevard, de Billy Wilder. Los Coen retoman la clásica figura del guionista alcoholizado a través del  personaje de W. P. Mayhew, un viejo escritor sin inspiración, constreñido durante años por las rigideces del código Hays y cuyos últimos éxitos en el campo del guion cinematográfico vienen de la mano de su novia. Segun todos los indicios, el trasunto de un William Faulkner vencido por la máquina trituradora de la meca del cine.

Wallace Beery en The Champ. King Vidor, 1931


Fink aspira a continuar con el realismo social tan en boga en esa época, y su pretensión es trasladar a la literatura las vicisitudes del americano medio. Sin embargo, Hollywood tiene un techo de cristal demasiado bajo que le impide llevar a cabo sus pretensiones artísicas. Business is business, y no hay lugar para lo que la industria considera veneno para la taquilla.  Pero además, su visión de la realidad cotidiana del hombre medio va a truncarse cuando se dé de bruces con un hecho tan perturbador como imprevisible: la normalidad no existe, y cualquier persona normal puede esconder tras su fachada gris de oficinista, pescadero o vendedor de seguros, un asesino en serie (elemento que, por cierto, no deja de ser un tópico más de la cultura norteamericana).

Curiosamente, la aparición del cadáver ensangrentado de la novia de H. P. Mayhew en la cama de Barton Fink, será el acicate definitivo para la finalización del guion y el abandono del síndrome de la página en blanco. Es decir, el elemento desestabilizador va a ser el que espoleará su necesidad de fabular, aunque sea al dictado de otros. La vida es peripecia, y Barton Fink, paradójicamente, encuentra la inspiración justo en el momento en que los hechos se alejan de su concepción de la normalidad. A partir de aquí, todo se mezcla en una espiral imparable que aglutina lo real y lo onírico, lo histórico y lo personal, la vida y la literatura, el agua y el fuego, el bien y el mal... En definitiva, la simbología de la dualidad actúa como motor de la acción.

El misterio del crimen de la joven, así como el hallazgo del cuerpo decapitado de Mayhew y la presencia inquietante de un asesino que corta cabezas, propiciarán la entrada en escena de un par de policías que, además de un tributo al cine negro, representarán la particular e irónica visión de los Coen con respecto al momento histórico de la película. Sus nombres, Deutsch y Mastrionotti, son una paródica encarnación del fascismo que en pleno 1941 asolaba Europa, y que unos meses después, en diciembre de ese mismo año, provocó la entrada de los Estados Unidos en el conflicto bélico. De hecho, en una escena de la película, el magnate del estudio para el que trabaja Fink (una recreación del todopoderoso Louis B. Mayer), acaba de recibir de su sastre un uniforme que luce orgulloso. El patriotismo más rancio está servido, a mayor gloria del negocio cinematográfico. Los Coen reparten a diestro y siniestro, nada ni nadie queda a salvo de su mirada descarnada y llena de cinismo.Ni siquiera se escapa el propio Barton Fink, a quien la realidad (la auténtica, no la que él ha preconcebido) le demuestra que “normalidad” es un concepto difuso, pues cualquier hombre normal es susceptible de convertirse en un asesino de masas. Tampoco se libra Charlie Meadows, un tipo con doble identidad y cuyo nombre real coincide con el de un congresista republicano y reformador de la educación norteamericana de mediados del siglo XX: Karl Mundt, el ideólogo del sistema educativo que afectó a los hermanos Coen, y uno de los colaboradores de Richard Nixon en la elaboración de listas negras de comunistas (nuevamente, un guiño a la ironía con el marchamo de los Coen).

Tanto Barton como Charlie forman parte de un mismo todo en el que lo ideal y lo siniestro, lo culto y lo pedestre, lo racional y lo irracional, se unen en un solo ser. Y ese ser es la mezcla de los dos personajes y de sus respectivas limitaciones mentales.

El cadáver de la chica, el cuerpo decapitado del viejo escritor, el hotel en llamas, la misteriosa caja que Charlie/Karl le confía a Barton (¿un homenaje a la simbología buñueliana?), así como las constantes alusiones a la cabeza durante toda la película (“no puedo cambiar mi cabeza por otra”, “tienes una buena cabeza sobre los hombros”, etc.) nos dan la clave de los vericuetos de la mente y de los muchos obstáculos que pueden llegar a desestabilizarla.


Después de todo, y como venimos insinuando desde el principio, tal vez Barton Fink y Charlie Meadows sean las dos caras de una misma persona: una personalidad escindida que oscila entre la angustia de la hoja en blanco y la catarsis que supone engrosar las páginas de la crónica negra. En ambos casos, indudablemente, se aspira al reconocimiento y a la inmortalidad.



 - Artículo publicado en junio de 2015 en la revista Pastiche -



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